Robert Pattinson, actor de High Life, a su llegada al Festival de San Sebastián. EFE
Claire Denis supera y aniquila todas las expectativas con una prodigiosa, incómoda y fascinante parábola espacial con modales de clásico al instante. De otro modo, la única Concha de Oro posible.
El astronauta Monte acuna a su niña. "No debes beber tus propios meados ni comer tu mierda. Aunque hayan sido reciclados", le susurra. "Es tabú", dice. Y le canta. La escena discurre en el espacio, lejos, muy lejos, y sin embargo, en su intimidad y hasta ternura, tan cerca. Es sólo un momento de High life, una esquirla de una bomba extraña, de la auténtica revelación que supone la película de Claire Denis. El bebé responde. Apenas un gorjeo. Los dos vagan abandonados en la profundidad extraña y opaca de su más íntima soledad. Se aproximan a un agujero negro. Su misión es acercarse con la improbable misión de extraer energía inagotable de él (Proceso Penrose se llama). Quizá, como los peregrinos de 'Stalker', la cinta de Tarkovski, la idea no sea otra que alcanzar ese lugar (La Zona) en el que se hace realidad el mayor de los deseos. Y eso mismo, llegar a ese espacio mágico, ya es un deseo. El único posible y, por ello, el más peligroso de todos. Nada es dado ahí, sólo precisamente el deseo en su más evidente y funesta radicalidad. Tabú.
La directora de 'Los canallas' compone de este modo la más furiosa, incómoda y fascinante película no sólo de su filmografía, sino de mucho tiempo. Y todo ello sin renunciar a las señas de identidad de un cine vocacionalmente abstracto, sensorial y voluptuoso que hace que la pantalla adquiera un tacto carnal, áspero y oscuro. Casi lascivo. La película, desde su primera y electrizante escena, se comporta como un tótem, una pieza sagrada, ligeramente hermética y por fuerza preñada de significados. No todos ocultos. La voluntad de utilizar los elementos narrativos de la ciencia ficción para construir desde ellos un universo propio la colocan al lado de la literatura de Stanislaw Lem o de la nueva gramática iluminada del mismo Kubrick. Y la resonancia casi milagrosa de cada plano hacen de ella uno de esos iconos ortodoxos a los que en puridad aspiraba el mismo Tarkovski encarnado en la figura de Andrei Rublev. Y así. No es tanto entusiasmo, que también, como revelación.
Estamos en una nave espacial en un tiempo que no puede ser más que el nuestro. Un grupo de desheredados (vagabundos, condenados a muerte y delincuentes de diverso pelaje) son enviados a ninguna parte con la confusa misión de, por orden: a) ser expulsados de la Tierra como los indeseables que son; b) salvar a esa misma Tierra con el hallazgo de una solución a todos los problemas energéticos, y c) convertirse en las cobayas de un experimento genético o algo parecido que, quizá, coloque al hombre en otro lugar en la cadena evolutiva (o no). Es este último encargo el que ocupa los desvelos de una tripulación por la que aparecen en lugares estelares un Robert Pattinson inquietante y furioso, además de célibe, y una Juliette Binoche desatada y cada vez más gigante en el papel de científica con un pasado obligadamente oscuro.
Los mecanismos casi biológicos (o solo carnales) del deseo y la frustración, como en 'Un cielo interior', como en 'Los bastardos', como en 'El intruso', lo pueden todo. Los personajes viven encerrados en el laberinto de una insatisfacción existencial y espacial tan honda, grave y hasta grotesca que se diría nuestra. Ellos producen, antes que sólo eyacular, semen. Ellas son inseminadas con la lejana esperanza de que sus óvulos reaccionen. Y en este extraño juego de sumisión y desesperanza, 'High life' se aventura por un lugar nuevo, turbio, revolucionario a su modo y, sin el menor atisbo de duda, fascinante. Pocas películas tan fascinantes, por hipnóticas, por voraces, por invasivas y reveladoras en el más amplio y mejor de los sentidos.
Si se quiere la película se puede leer como el reverso catastrófico (aún más) de '2001: una odisea del espacio'. Pero a Denis, cuidado, no le interesa tanto construir metáforas como moldearlas con sus propias manos. Si aquella fantasía, la de Kubrick, quería ser una respuesta alucinadamente optimista a la necesidad de un nuevo hombre en un tiempo de cambio (hablamos de los 60), ésta es justo lo contrario. Y a la vez lo mismo. Denis replica a un mundo al borde de casi todas las crisis (de la democracia, de la inmigración, de la ecología...) con una película que es ella misma una fractura, una quiebra en el discurso común tan apocalíptico como falsamente iluminado, por populista (o populoso). El Niño de las Estrellas que anunciara Kubrick con la última aparición del monolito es ahora una niña, hija 'artificial' de un desheredado de la Tierra rumbo a la única salvación posible que, además, no es otra cosa que la aniquilación. ¿Por qué se parecen tanto la esperanza y el suicidio?
Sin ponerse dramático, lo cierto es que Zinemaldia ha encontrado su mejor Concha de Oro imaginable. ¿Qué mejor regalo para un festival de cine que una película tan relevante por totémica? Sin ánimo de comparar más de la cuenta, la Concha le sentaría tan bien a 'High life' como en su momento la Palma vistió con tanta gracia cintas como 'Pulp fiction', 'Taxi driver' o, por qué no, 'Apocalypse now'. Lo dicho, las exageraciones están para esto, para dejar por el camino párrafos exagerados. Pero felices. Veamos que hace el jurado con sus fluidos reciclados o no. Tabú.