El cine y el público tienden a institucionalizar, a lo largo de los
años, a determinados autores que se adaptan a las reglas para ello. Hay
un filtro que pasar, una cierta selección que tiene lugar para que una
determinado cuerpo de películas de pie a apuntar al que las firma como
uno de los grandes realizadores de nuestro tiempo.
El recorrido que ha
seguido el canadiense
David Cronenberg,
hacia una posición de prestigio dentro del panorama actual, no ha sido
ni mucho menos la usual. Hoy Cronenberg es considerado, de forma
prácticamente unánime, un magnífico realizador, pero su carrera ha
estado sometida constantemente al zarandeo de la crítica, al
cuestionamiento e incluso al desprecio en determinados momentos.
Las razones: cuerpos en desintegración, —proféticos— zombis del sexo
que expanden el terror venéreo, cabezas que explotan en directo, canales
de televisión que muestran experiencias extremas, armas extraídas de
las vísceras de uno mismo. Imágenes como estas bastaron a muchos para no
tomar en serio a un cineasta que, sólo cuando se introdujo en formas
más contenidas, encontró la bendición de todos y el condescendiente
reconocimiento de haber madurado para convertirse en un gran director. Y
eso pese a que su cine siempre mantuvo una coherencia temática, unas
obsesiones particulares que han ido evolucionando a lo largo de los
años, pero que en ningún momento han dejado de tener los mismos
fundamentos: la transgresión de los límites del cuerpo humano, su
transformación atroz; la indomable relación del hombre con sus
instintos, con su necesidad de auto-destrucción; el sexo como vehículo
para ese oscuro viaje de autoconocimiento; y los estratos subterráneos
del individuo como componente constituyente y, a menudo, enfermizo de la
sociedad que habita. Desde que se inaugurara a mediados de la década de
los 70, la filmografía de Cronenberg es una de las más interesantes y
merecedoras de estudio, un cuerpo fílmico mutante pero congruente que
lleva a deconstrucciones salvajes de nuestra realidad. Un viaje al
colapso de las fronteras de nuestro cuerpo y nuestra mente, del que
procedemos a dar cuenta en las líneas que siguen.
“Crash” (1996), “La mosca” (1986), “Cosmopolis” (2012) etc ...
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