El cine y el público tienden a institucionalizar, a lo largo de los años, a determinados autores que se adaptan a las reglas para ello. Hay un filtro que pasar, una cierta selección que tiene lugar para que una determinado cuerpo de películas de pie a apuntar al que las firma como uno de los grandes realizadores de nuestro tiempo.
El recorrido que ha seguido el canadiense David Cronenberg, hacia una posición de prestigio dentro del panorama actual, no ha sido ni mucho menos la usual. Hoy Cronenberg es considerado, de forma prácticamente unánime, un magnífico realizador, pero su carrera ha estado sometida constantemente al zarandeo de la crítica, al cuestionamiento e incluso al desprecio en determinados momentos.
Las razones: cuerpos en desintegración, —proféticos— zombis del sexo que expanden el terror venéreo, cabezas que explotan en directo, canales de televisión que muestran experiencias extremas, armas extraídas de las vísceras de uno mismo. Imágenes como estas bastaron a muchos para no tomar en serio a un cineasta que, sólo cuando se introdujo en formas más contenidas, encontró la bendición de todos y el condescendiente reconocimiento de haber madurado para convertirse en un gran director. Y eso pese a que su cine siempre mantuvo una coherencia temática, unas obsesiones particulares que han ido evolucionando a lo largo de los años, pero que en ningún momento han dejado de tener los mismos fundamentos: la transgresión de los límites del cuerpo humano, su transformación atroz; la indomable relación del hombre con sus instintos, con su necesidad de auto-destrucción; el sexo como vehículo para ese oscuro viaje de autoconocimiento; y los estratos subterráneos del individuo como componente constituyente y, a menudo, enfermizo de la sociedad que habita. Desde que se inaugurara a mediados de la década de los 70, la filmografía de Cronenberg es una de las más interesantes y merecedoras de estudio, un cuerpo fílmico mutante pero congruente que lleva a deconstrucciones salvajes de nuestra realidad. Un viaje al colapso de las fronteras de nuestro cuerpo y nuestra mente, del que procedemos a dar cuenta en las líneas que siguen.
“Crash” (1996), “La mosca” (1986), “Cosmopolis” (2012) etc ...
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“Crash” (1996). Es, con poco margen de duda, el filme más atrevido de David Cronenberg. El director tomó una novela de J.G. Ballard —cuyo nombre otorgaría también al protagonista del filme, encarnado por James Spader— para realizar la adaptación imposible de un texto que mezclaba sexo y accidentes de coche, un relato que emprendía un descenso sin retorno al reino de los instintos, allá donde el placer y la muerte se diluyen para ser uno solo. El sexo entre cuerpos mutilados y con ortopedia. El dolor como —literal— terapia de choque. Los accidentes de tráfico como espacio vital de alto riesgo donde la razón deja paso a las pulsiones, donde uno puede abandonar su identidad para ser solo lo que subyace bajo la carne. Con tales premisas, no es de extrañar que “Crash” suscitara considerables polémicas tras su estreno. Aquí, el tópico de la película controvertida vale más que nunca: para unos, se trata de una perturbadora obra maestra; para otros, una pretenciosa abominación que solo vale la pena olvidar. El que esto escribe, obviamente, se decanta por el primer grupo.
“La mosca” (1986). Menos discusión hay con “La mosca”. Se trata de la obra maestra acordada, canónica del director. Y no es para menos, pues este remake de la película homónima protagonizada por Vincent Price en 1957, fue lo más cerca que estuvo Cronenberg de convencer al gran público sin que dejaran de mediar sus herramientas más desagradables. Jeff Goldblum era un científico que hacía serios progresos para culminar un invento que permitiera la teletransportación. Una noche, ebrio e impaciente, penetra en la cápsula y realiza el experimento consigo mismo sin darse cuenta de que una mosca se ha colado con él. A partir de ahí, la plenitud física explotada al máximo a través del sexo con Geena Davis, antes de sucumbir a una lenta y desesperada descomposición del cuerpo —el Museo de Historia Natural de Brundle— que le transformaba en monstruo, hasta alcanzar un inolvidable final en el que lo repulsivo y lo sobrecogedor se fusionan en un amasijo de carne y metal, entre el que asoman unos ojos que demandan un último acto de piedad.
“Videodrome” (1983). La tecnofobia que recorre parte de la filmografía de Cronenberg fue un componente clave en “Videodrome”, en la que James Woods, en busca de experiencias extremas para la televisión, se topaba con un canal de emisión ilegal en el que se transgredían todos los límites imaginables. La película, además, acuñaba en concepto de la Nueva Carne, una acotación que valía perfectamente para entender la gramática de un Cronenberg que volvía a quebrar los límites de la anatomía, para fusionar el cuerpo con elementos que bien definen el signo de los tiempos: una pistola, una granada, un televisor. Desconcertante, brillante, llena de lecturas subterráneas. Todo un golpe en la mesa de un creador pletórico, que desafía tanto al espectador acostumbrado a la fácil digestión discursiva de la serie B como al elitista que no cree en la posibilidad de hallar complejidad en esos pastos.
“Inseparables” (1988). El vínculo visceral, inexplicable y conflictivo que une a dos gemelos interpretados por Jeremy Irons. Puntuada por el turbador instrumental médico que se ve en los créditos, “Inseparables” es una de las cintas más retorcidas y a la vez menos explícitas de la carrera del cineasta. Lo que deja a la imaginación es atroz, lo que muestra en pantalla es gélido, fascinante. Recordar la degeneración de la relación entre esos dos hermanos a los que el actor confiere convincentes matices lleva al escalofrío, a la reflexión acerca de la frágil relación entre la identidad y el cuerpo que bien podría completarse con los apuntes sobre el género en “M. Butterfly” (1993), también protagonizada por Irons.
“Cosmopolis” (2012). Adaptar la novela homónima de Don DeLillo era un reto mayúsculo. Una obra compleja, abstracta, de lecturas inagotables que abordaba la metáfora del fin de una era desde el interior de la limusina de Eric Packer, un joven multimillonario que se dispone a cruzar una ciudad que está al borde del colapso. Con su adaptación, Cronenberg consiguió acercarse con inteligencia a uno de los escritores más inasibles, bordar una película que retrata como pocas el estado terminal de todo un sistema, la crisis financiera y humana sintetizada en el viaje auto-destructivo de su protagonista, encarnado por Robert Pattinson.
“Promesas del Este” (2007). Seguramente “Promesas del Este” sea la que más ha hecho por santificar a Cronenberg a ojos de todos, tanto de esa parte del público que hasta entonces le había esquivado atendiendo al corte genérico de sus trabajos anteriores, como de cierto espectro de la crítica que lo había relegado a un segundo plano por no ser cómplice de formas más mainstream. Pero es que se trata de una excelente película, que bajo el signo del drama criminal ambientado entre las mafias de Europa del Este ubicadas en Londres disponía una conmovedora cruzada sentimental de dos personajes aparentemente opuestos, desconocidos entre sí pero dispuestos a arriesgarlo todo por rescatar un último resquicio de humanidad. En ese recorrido reposado pero incómodo, el realizador filtraba pequeños estallidos controlados de gore y dejaba para el recuerdo una de sus escenas más salvajes: una lucha a muerte entre cuerpos desnudos en unas termas, pura confrontación de depredadores en la que participaba un soberbio Viggo Mortensen.
“Una historia de violencia” (2005). Aunque solo habían pasado tres años desde que rodara “Spider” (2002), “Una historia de violencia” pareció marcar un punto y a parte en la filmografía de Cronenberg, al menos en cuanto a su inscripción en un cine más comercial, más mayoritario. No obstante, esta adaptación de una novela gráfica de John Wagner y Vince Locke era profundamente agitadora, la historia de un modélico padre de familia que, ante la visita de unos viejos conocidos, dejaba despertar su yo anterior, un violentísimo depredador que podía destrozar con la misma intensidad que amaba, y que dejaba su instinto al desnudo en las brutales secuencias en las que Viggo Mortensen —en su primera colaboración con Cronenberg— daba cuenta de unos matones en su bar o practicaba sexo animal con Maria Bello en la escalera de su casa.
“El almuerzo desnudo” (1991). La capacidad para adaptar a territorios personales novelas profundamente abstractas, imposibles de fabular en imágenes, es otra de las grandes virtudes que se le atribuyen a Cronenberg. Un ejemplo claro en este sentido sería “El almuerzo desnudo”, adaptación de la emblemática novela de William S. Burroughs que resultaba en una obra entre lo lisérgico y lo kafkiano, en la que una máquina de escribir mutaba en un ser orgánico. Un viaje tóxico a los sótanos del noir, en forma de pesadilla seca y oscura que se ganó de forma casi inmediata la condición de película de culto.
“Cromosoma 3″ (1979). El que es quizá uno de los trabajos en los que más se reconoce herencias específicas del género es, también, aquel que habla de herencias monstruosas, legadas a una generación de niños diabólicos que eran la mutación resultante de una revolución clínica —otro tema de presencia constante en el cine de Cronenberg—. También, “Cromosoma 3″ es una de las cintas más divertidas y disfrutables del director.
“Un método peligroso” (2011). El triángulo formado por Sigmund Freud (Viggo Mortensen), Carl Gustav Jung (Michael Fassbender) y Sabina Spielrein (Keira Knightley) como punto de partida para la consolidación y cisma de el psicoanálisis. Adaptación de la obra teatral de Christopher Hampton, este filme de aparente academicismo y formalismo sin riesgo escondía bajo su manto un nuevo viaje a los instintos, una exploración de la naturaleza humana que va de lo individual a lo colectivo: la premonición de una Europa bañada de sangre.
“Vinieron de dentro de…” (1975). Aunque no es el primer largometraje de Cronenberg, habitualmente se señala “Vinieron de dentro de…” —”Shivers” en el original— como su ópera prima. Tras “Stereo” (1969) y “Crimes of the future” (1970), sus primeros y experimentales trabajos en largo, se asociaría con el productor Ivan Reitman en sus siguientes proyectos. “Vinieron de dentro de…” fue el primero de ellos: un Apocalipsis imaginado en un bloque de apartamentos en el que un virus venéreo iba convirtiendo en zombis del sexo a sus ocupantes. Evidentemente, llamó la atención e incluso le valió el premio al Mejor Director en el Festival de Sitges.
“eXistenZ” (1999). El título hace referencia al nombre del videojuego en el que los jugadores no podían reconocer lo virtual de lo real. Y también, a la que es quizá una de las cintas que más desapercibidas hayan pasado en la carrera del director. Jude Law, Jennifer Jason Leigh, Ian Holm y Willem Dafoe eran los participantes conectados a ese universo vaporoso lleno de armas orgánicas y atmósferas de difícil digestión.
“Rabia” (1977). Complemento perfecto de “Vinieron de dentro de…”, “Rabia” extendía su infección a través del apéndice fálico con el que su protagonista Marilyn Chambers saciaba su sed de sangre humana penetrando a sus víctimas. Penetraciones vampíricas que propagaban una pandemia que bien podía ser la de su predecesora “Shivers”, saliendo al exterior. Le valió a Cronenberg nuevos galardones en Sitges, en esta ocasión al mejor guion y a los mejores efectos especiales.
“La zona muerta” (1983). Quizá la propuesta más mainstream del cineasta, “La zona muerte” era una más que solvente adaptación de la novela homónima de Stephen King, en la que Christopher Walken era un profesor que, tras sufrir un accidente y pasar cinco años en coma, experimentaba visiones del futuro de las que se iba a valer para colaborar con la policía en la investigación de una serie de asesinatos.
“Scanners” (1981). Los scanners titulares eran seres humanos con extraordinarios poderes telequinéticos, capaces de llevar a la cabeza de un presentador de explotar en directo. Michael Ironside era el más poderoso de todos ellos, y el verdadero protagonista de una película de culto que tuvo dos secuelas y dos spin-off más, ninguno de ellos con la participación de David Cronenberg.
“Spider” (2002). A partir de una novela de Patrick McGrath, Cronenberg exploró las posibilidades cinematográficas de una mente trastornada, alterada en su percepción del mundo desde un profundo trauma vivido en la infancia. Ralph Fiennes era ese enfermo mental que a menudo coincidía en el plano con sus recuerdos de una niñez solitaria y fatídica, determinante en su evolución psicológica posterior. “Spider”, aunque menor en la filmografía del director, es una obra interesante, especialmente en lo que respecta a la representación de las proyecciones mentales de su personaje principal.
“M. Butterfly” (1993). Hasta cerca de su tramo final, “M. Butterfly” parece ofrecer a un realizador entregado a un ejercicio académico en torno a la fascinación por la ópera de Puccini y las relaciones entre oriente y occidente. Sin embargo, su último tercio destapa un secreto que se inscribe perfectamente en el discurso sobre el cuerpo y la identidad labrado por su cine. Segunda colaboración del director con el actor Jeremy Irons, es un complemento interesante para la superior “Inseparables”, uno que explora la cuestión del género de una manera más acentuada que en cualquier otro trabajo suyo.
Cronenberg experimental y sobre ruedas. En 1969 y 1970, el cineasta canadiense abordó sus dos primeros trabajos en largo. Dos experimentos rodados sin sonido y con comentarios añadidos a posteriori, ambos de poco más de una hora de duración. Se trataba de “Stereo” y “Crimes of the future”, dos incursiones que ya presentaban algunos de sus temas predilectos. La primera aunaba exploración sexual y telepática. La segunda, presentaba una plaga que se extendía por la población femenina a través de unos cosméticos. El otro título prácticamente desconocido de Cronenberg es “Fast company” (1979), filmada ya después de “Rabia”, y que no hacía sino canalizar en pantalla la afición del director por las carreras de coches. Quizá, la única película para olvidar en una trayectoria de brillo y evolución constante, imprescindible.
Fuente | Via PattinsonWorld
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