El fenómeno vampírico ha vuelto con fuerza a las salas de cine. Nuevas formas de abordar el género caracterizan esta evolución: desde las películas que abrazan el terror puro hasta las que representan amores eternos, los vampiros han pasado por toda clase de tesituras para terminar encandilando a cualquier tipo de público.
El cine de vampiros ha existido desde el nacimiento del séptimo arte, pero la visión que se ha plasmado en los metros de celuloide sobre el mito vampírico ha pasado por una evolución constante, aunque sin alejarse demasiado de las pautas clásicas que sitúan al ‘chupasangre’ como uno de los personajes de terror más recurrentes y efectivos.
Habrá que dar un gran salto cronológico para encontrar la edad dorada del cine vampírico: los años noventa. A lo largo de ésta década fueron muchos los títulos que aparecieron en las salas cinematográficas, y muchos los que han pasado a formar parte de la memoria y de las asociaciones más comunes cuando se trata de vampiros y cine. El título más destacable es Drácula, de Bram Stoker (1992), de Francis Ford Coppola, responsable de un film que se caracterizó por su fotografía en tonos rojizos y por la fidelidad a la novela original.
En 1994 se estrenó Entrevista con el vampiro, una adaptación de Neil Jordan sobre la novela de Anne Rice. La cinta, con estética gótica, aporta una visión apasionada sobre el sentir del no muerto. Ocho años después sería el turno para La reina de los condenados, secuela basada parcialmente en las dos siguientes novelas de la saga de Rice (Lestat el vampiro y la homónima La reina de los condenados).
En 1996, Robert Rodríguez consiguió unir en la pantalla a George Clooney y Quentin Tarantino en Abierto hasta el amanecer, donde recurrió a los rasgos clásicos del vampirismo (agua bendita y estaca incluidas) en un film no demasiado brillante.
A finales de la década, en 1998, se rodó Blade, personaje sacado de los cómics de Marvel al que encarnaría Wesley Snipes. Una visión diferente sobre un semivampiro que pretende exterminar al resto de los suyos. Tuvo un sorprendente éxito que le permitió continuar su historia en dos secuelas más.
La “vampirofilia” prosiguió en el 2000 con Shadow of the vampire, dirigida por Elias Merhige e interpretada por John Malkovich y Willen Dafoe. En ella se plasma la historia sobre el rodaje de Nosferatu en una mezcla que aúna realidad y ficción, proponiendo que el actor encargado de dar vida a Nosferatu pudiera ser un vampiro realmente.
En 2007 se encuentra 30 días de oscuridad, de David Slade, mientras que en 2008 aparece la aclamada por la crítica Déjame entrar, sorprendente película sueca que muestra el vampirismo desde los ojos de una niña dentro de una existencia definida por el dolor y la necesidad de cariño.
Sin embargo, la plena recuperación del género llegó a partir de 2009 con Crepúsculo y sus diferentes secuelas, adaptaciones todas ellas de las novelas publicadas por Stephenie Meyer. La autora ha roto con la habitual estética terrorífica de los vampiros y los ha dulcificado hasta el punto de que la familia Cullen se muestra al espectador como un conjunto de seres bondadosos, capaces de luchar contra la maldad inherente que conlleva ser un vampiro y de convivir con los humanos (e incluso de enamorarse perdidamente de ellos, en este caso de Bella). El personaje mortal deja de ser visto como una presa, como un medio de alimentación, y toma las riendas de su destino eligiendo la inmortalidad para la consecución de un amor eterno.
El género vampírico ha tenido la astucia suficiente para adaptarse a los cambios que el cine le ha dispuesto, logrando que el vampiro se consagre como un personaje del que pueden extraerse los perfiles más animales y salvajes, pero también los más humanos y dispuestos de alma.
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