Uno no puede ir más lejos. De aquí al mar. No hay nada más allá de Santa Mónica. Pero tampoco en esta playa californiana donde el continente americano acaba por el Oeste se puede fumar. Y Robert Pattinson se muere de ganas por fumarse un cigarrillo, un american spirit de esos naturales que le gustan, seña de identidad de una joven estrella de Hollywood. Una pequeña muestra de su rebeldía domesticada en un mundo en cruzada antitabaco. La misma rebeldía de ese pelo engominado que el actor británico no deja de mesarse para mitigar su nerviosismo. No nos engañemos, Pattinson preferiría no estar aquí. Hacer entrevistas no es lo suyo. Pero tampoco le quedan opciones. Ni le tengo secuestrado, ni Hollywood le esclaviza: es víctima de su propia fama. El Edward Cullen de la saga Crepúsculo, por quien las Twihard, como se llaman sus acérrimas seguidoras, besan el suelo, no sabe dónde meterse. Para fumar o para respirar.
Durante el rodaje de su última película, la primera de su nueva vida (Remember Me fue la primera), Agua para elefantes, Pattinson tuvo que cambiar seis veces de hotel en Los Ángeles. No es puntilloso, es que no podía ni entrar en su habitación del acoso. "Sueño con el día en el que pueda tener mi casa sin temor a que alguien entre sin ser invitado", dice como un verdadero vampiro alguien que vive en su maleta desde que en 2008 la fama llamó a su puerta. Desde su desesperación, Pattinson lo dice con una sonrisa; está encantado con su vida. Se encuentra entre las 15 estrellas más importantes de Hollywood según la revista Vanity Fair y sus ingresos en 2010 alcanzaron los 27,5 millones de dólares. La saga que protagoniza ha recaudado hasta la fecha 1.100 millones de dólares en el mundo. Y faltan dos entregas. Pero todo tiene un precio, y Pattinson se ha vendido caro. Especialmente alguien que se confiesa tímido, que odiaba que su madre le sacara fotos y que nunca tuvo claro si quería ser actor. O al menos todo lo que conlleva. Como, por ejemplo, ser el hombre más deseado del planeta. "Un logro con gran significado", dice con ese puntito sarcástico que da a cualquier conversación su acento británico. "Me ha costado mucho trabajo conseguirlo", machaca con una sonrisa de oreja a oreja. "Son cosas sobre las que uno no tiene control. Lo mismo que con los premios o las críticas, todo lo que nos rodea", intenta explicar. Un "nos" que habla de Hollywood y no de la habitación del Fairmont Miramar donde estamos. "Como le escuché un día a Bardem, lo peligroso de que te den premios es que te lo puedes creer", afirma.
Creérselo no se lo cree. Al revés. Pattinson es de carácter bastante más animado, bromista y jovial que el de ese vampiro que le ha dado fama, que se pasa la vida sufriendo entre el ser y el devenir, la pasión y la abstinencia, la vida y la muerte. No. Pattinson solo se parece a su álter ego en su belleza, una piel nacarada, perfecta, labios jugosos, ojos profundos y un cuerpo diez que le da vergüenza mostrar. "Me pasaría la vida comiendo hamburguesas", comenta hablando de una gordura imposible de ver. Con 26 años el 13 de mayo, se empeñe o no, su único problema es ser demasiado perfecto. Al menos como Edward Cullen. Un serio problema porque, al acercase el final de una saga que ha dividido su último libro en dos para explotar más este fenómeno donde la cultura popular y el marketing se dan la mano, la única pregunta es "y ahora, ¿qué?". Él se encoge de hombros.
La respuesta se titula Agua para elefantes, película que ha rodado junto con Reese Witherspoon y Christopher Waltz basada en el libro de Sara Gruen, que transcurre durante la Depresión estadounidense. Interpreta al joven Jacob, quien a la muerte de sus padres abandona sus estudios de veterinaria y se suma a un circo ambulante para cuidar a los animales mientras se enamora de Marlena (Witherspoon), esposa del dueño (Waltz). "Hay muchas razones para hacer esta película. Venía de rodar otro Crepúsculo [primera parte de Amanecer] y fue un respiro. Por ejemplo, poder sudar sin que vengan cinco maquilladores a retocarte. O poder gesticular porque si lo hago como Edward parece kabuki. Y trabajar con dos oscarizados como Reese y Chris. Uno siempre tiene que trabajar con los mejores, y el único que no tenía estatuilla era yo". También vive como un respiro el cambio de conversación. De pasarse el día hablando de Kristen Stewart, la Bella crepuscular (o, mejor dicho, no hablando de esa relación que ambos mantienen fuera de pantalla o quizá no y sea todo campaña publicitaria), a derretirse por su nueva compañera de rodaje, Tai, el elefante, uno de los paquidermos más famosos de Hollywood. "Soy capaz de entender la psique de un elefante. No puedo decir lo mismo de mis fans", dice entre risas. Aunque no quiera, Kris sale en la charla, a veces con naturalidad, como alguien con quien está viviendo años intensos de su vida. Y otras veces surge en sus silencios. "La verdad no le importa a nadie. Está bien mantener una cierta mística en lo personal. La gente piensa que soy mucho más celoso de mi intimidad de lo que soy", confiesa aún sin soltar prenda. ¿Por qué no hablar a las claras? "Sería echar más leña al fuego. Llega un momento en que no hay más verdad que lo que sale en una revista de cotilleos, y si participas en eso, te conviertes en el cotilla".
Pattinson no se había parado a pensar en el cine o la fama antes de ser descubierto. Primero a menor escala, con una saga igual de importante que la de Harry Potter, pero con un personaje menor, Cedric Diggory, que encima se moría pronto. Pese a la corta vida de su papel, su trabajo quedó grabado en la memoria de todos, con odiosas comparaciones: del nuevo James Dean al nuevo Jude Law. Y luego vino la explosión crepuscular justo cuando Pattinson estaba a punto de regresar a su Inglaterra natal porque Hollywood no era tan acogedor como parecía. "Al llegar a Los Ángeles llevaba una eternidad desempleado y me dio por fingir entre los directores de casting que era un graduado de la Real Academia de Arte Dramático de Londres. Alguno me creyó", recuerda. El éxito no se hizo esperar, y con él, la fama. "No les veo tanto; no quiero sumarme a la gente que les asedia a diario", reconoció Catherine Hardwicke, la directora que lanzó su carrera y la de Stewart aunque no continuó al frente de la adaptación al cine de la obra de Stephenie Meyer. "Son muchos los que me consideran un producto, una pieza de la maquinaria Crepúsculo. Y más los que no son capaces de verme más allá de ese personaje".
No es un fenómeno nuevo. Demasiado éxito demasiado pronto. Algunos, como Christopher Atkins, no superaron El lago azul. Otros más recientes, como Zac Effron, intentan sobrevivir a la tormenta High School Musical. Sí se puede. Lo demostró Leonardo DiCaprio, tan asediado después del Titanic como hoy Pattinson. A la deriva con filmes como La playa y avergonzado entre sus colegas como el único sin Oscar cuando tocó galardonar al Titanic, DiCaprio es hoy una de las mayores estrellas de la industria convertido en su propio motor, productor y musa del realizador más venerado, Martin Scorsese, su nuevo Robert De Niro. Y sin llegar tan lejos, su correligionario de los tiempos de Harry Potter, Daniel Radcliffe, acaba la saga haciéndose hueco en el teatro en Broadway tras una buena acogida en su interpretación, desnudo, en Equus. "Yo no me imagino algo así. Solo veo público sacando fotos durante la obra. Chupándote energía. Y en teatro, más que en otro sitio, necesitas recibirla", dice.
De ahí que el resultado de Agua para elefantes sea tan importante para él. Su prueba de fuego. Esa por la que redujo su salario a 1,5 millones de dólares de los 12,5 millones que acostumbra a cobrar por cada Crepúsculo. Hasta ahora, sus escapadas no han funcionado. La taquilla de Recuérdame superó escasamente los 50 millones de dólares y ese Sin límites en el que hizo de Salvador Dalí ni se registró. Como Cullen sabe, hay vida tras la muerte, y Pattinson tiene más películas en cartera fuera de la saga: Bel Ami, basada en la novela de Guy de Maupassant, y Cosmópolis, de Don DeLillo, bajo la dirección de David Cronenberg. "Suena genial. El guión es increíble con un reparto increíble, así que solo espero que sea increíble".
Además tiene otras ideas en la cabeza para diversificar. Como asegura, lo peor de ser actor (estrella, le corrijo) es que los que le rodean necesitan protegerle todo el rato. Y él quiere correr riesgos. De hecho, durante la charla se le escapa una extraña admiración por Charlie Sheen o Joaquin Phoenix, protagonistas de algunos de los comportamientos más estrambóticos de la industria. Para alguien con el tabaco como único vicio, sus riesgos hacen referencia a nuevas aventuras artísticas, como ese guión que quiere escribir con textos de Lillian Hellman ("se supone que es un secreto", apostilla) y el deseo de ser productor, como DiCaprio, para tener más control sobre lo que hace.
Hay tiempo. Hasta 2012 no concluye la saga que le vio nacer y, dice, lo mejor está por llegar. "Las dos partes que quedan son diferentes porque el libro también es diferente", admite sobre Amanecer. "Es el más extraño de todos y no puedes evitar esos momentos casi gráficos. Bill Condon, el director, no deja de repetir que menos mal que comenzó su carrera haciendo cine de terror, se siente como en casa". A Pattinson se le nota cansado. El entusiasmo no es el mismo que cuando habla de Agua para elefantes. Pero tiene claras las responsabilidades con cada papel. "No es que llegues a hacer las paces del todo, pero empiezas a aceptarlo", admite en referencia a la fama que disfruta. "Si quieres seguir trabajando, tienes que aceptar lo que conlleva". Solo necesita tiempo. Unos diez años, calcula. Hasta que las entrevistas dejen de describirle como el vampiro de Crepúsculo; hasta que consiga tomar perspectiva, él y sus seguidores, del fenómeno que le lanzó al ruedo; hasta que disfrute de un mayor control sobre su persona, su imagen y su trabajo; hasta que pueda disfrutar de esa casa particular sin el asedio de cámaras. "El tiempo pasa rápido, y más en esta industria", afirma. Mientras, seguirá trabajando como hasta ahora, sin parar desde que se convirtió en el vampiro Edward Cullen. Como el protagonista de la novela, Pattinson vive una nueva vida. Queda por ver si será inmortal.
El Pais
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